sábado, 25 de abril de 2009

Capítulo 44. Arcadio


Quizás no era lo que se decía un hombre guapo. Mis cerca de treinta años habían marcado poderosamente mi cabeza. Entradas, canas y arrugas. La trilogía de la edad. Si a eso le sumamos mi orientación sexual y mi afición por el negro, podía pasar perfectamente por una beata de pueblo castellano.

El día en el que el corazón se me paró, fue igual que el resto de mi monótona vida: despertar, desayunar, y coger el metro para plantarme en una oficina donde mis compañeras de trabajo no podían levantar la vista del ordenador más de cinco minutos a la hora. Telemarketing le llaman. En mi opinión deberían de llamarle anti-gimnasio, porque todo lo que puedes hacer en tus horas libres, ahí lo duplicas o triplicas. De esa forma me fue imposible marcar mis abdominales. Como mucho un pequeña barriga en donde palpando podría encontrar esa tableta de chocolate, que yo prefería comerme en vez de cultivarla.

Ocho horas de llamadas pasan factura a cualquiera. Con esta pesada herencia salí del trabajo. En mi camino de menos de diez minutos hacia la boca del metro, me choqué contra esa persona con la que nunca se debe de encontrar uno. Era un hombre alto, atlético y lo mejor de todo, con un pelo liso de un color que ni llegaba al rubio ni se alejaba del castaño. Estas hebras eslavas que le llegaban hasta los hombros, realizaron un movimiento antinatural, en ese preciso instante en el que la colisión de dos cuerpos con direcciones opuestas entran en contacto.

No sé que me dijo en el oído. No sé como llegamos al dintel de mi casa. Lo único que recuerdo son esos ojos grisáceos y la pregunta que marcaría el resto de mi existencia.

-¿Me invitas a pasar?

-Claro, por supuesto. —Nunca imaginaría que estas tres palabras fueran la llave de mi condenación eterna—Estás en tu casa.

Con un movimiento aristocrático, casi teatral, adelantó una de sus piernas y se introdujo en el que era mi hogar. Uno de esos llamados pisos cerillas en donde los metros cuadrados son diamantes en bruto a los que hay que pulir para sacar su máximo partido.

Tras esta entrada triunfal, y no precisamente en Jerusalén, creía que había triunfado como no lo había hecho en mi vida.

-Quieres tomar algo.

-¿Tienes vino tinto?

—¿Vino tinto? — Pensé — Este no se me escapa—Claro, claro. Ahora mismo te pongo una copa—Una y las que tu quieras.

--Vaso, donde hay un vaso. Un vaso no. Una copa. Arca, relájate. Piensa, sonrisa y preservativo. Si es de estos raros que piden lo imposible… Nada. Sonrisa, copa y a la puta calle.-- Mis pensamientos iban y venían cuando de repente noté un escalofrío que me recorrió toda la columna vertebral. Estaba justo detrás de mí y podía sentir como su pelo se deslizaba por mi cuello. --Mi cuello, ¿por qué mi cuello?¡Qué labios más fríos! Pareciese como si estuviese…

-NOOO. ¡QUÉ COÑO ERES!

(Continuará)

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