miércoles, 14 de diciembre de 2011

Capítulo 153. Santa Lucía.

He vuelto a ponerle una vela. No sé por qué lo he hecho, pero he entrado en la misma iglesia y he vuelto a encenderla como cada mes. Muchos me llamarán hipócrita, pero a mis 70 años me da igual. Lo sé, no creo en Dios, pero cada día trece de cada mes desde hace veinte años entro en el mismo lugar a hacer lo mismo.
Y cada vez que lo hago lo recuerdo a él.

Era autoritario y nunca me dejó llamarle papá. Le hablaba de usted y me metía en problemas si no lo hacía. Militar de viejo cuño, de presidir la mesa y de dejar de comer cuando él acababa su plato. De horarios fijos y de una fe inquebrantable.

Luchó en la Guerra Civil en el bando nacional, aunque seis años antes celebrara la llegada de la II República y el fin de una monarquía que el veía como corrupta. Dios, Patria y Ejército. En la guerra perdió a su padre y a dos de sus siete hermanos. Muertes republicanas de las que nunca se hablaron más.

En la batalla del Ebro un error humano, su error, lo dejó ciego. Fue un 13 de diciembre, el día de santa Lucía. Desde ese día, cada mes se atormentaba pidiéndole a la abogada de los invidentes recuperar la vista. Algo imposible.

Pocos años después nací yo. Su lazarillo y sus ojos. Pero al contrario que él, cuya ceguera acrecentó su fe, mi visión aumentó mi ateísmo.

Nunca le perdonaré las misas obligadas durante mi infancia, mi esclavitud en la adolescencia y su dureza en la educación. Sin embargo, mi vida perdió en parte su sentido cuando se fue.

Por eso todos los trece de cada mes enciendo una vela a santa Lucía. 

No sé si lo hago para recordarle o quizás para que me de esa ceguera de fe que no tengo.  

1 comentario: