No recuerdo bien quiénes eran, pero huía de ellos. Supongo que serían una organización mafiosa porque utilizaban armas de gran calibre y manejaban muy bien los machetes. Uno de ellos me mató con uno. Pero vayamos por partes.
Desaparecí de mi casa y huía de ellos por toda Portugal. No terminaba de entender porque nadie me creía cuando explicaba que había unos negros que querían matarme. Muchos me tachaban de racista y la mayoría dio por sentado que estaba loco.
Tras varios meses de casa en casa, regresé a la mía harto de esconderme. Allí la cosa no mejoró. Psicológos y psiquiatras era la única medicina que podría curarme, según mis padres. Nadie en su sano juicio querría comprarse una máscara de gas. Este pensamiento paterno desembocó en una adicción por mi parte al orfidal, tras el lento peregrinaje por múltiples consultas y las noches en vela imaginándome que un tiro en la cabeza acabaría conmigo.
Por otro lado, la policía no me echaba ni la más mínima cuenta. Creían que me había escapado de mi casa un año para vivir un año de locura total.
Todo el ambiente cada vez era más opresivo. En algunas ocasiones actuaba como un loco y solo me dedicaba a sentarme en el balcón y ver pasar a la gente. Uno de esos día vi como un 4x4 se detenía en mi calle. Los cinco negros en ese momento llamaron mi atención. Era natural los estaba esperando desde hacía meses. Uno de ellos sacó un lanzamisiles manual. En ese instante todo se ralentizó.
Era como una película. Al ver el arma apuntandome, entré corriendo al salón, comenzando a chillar como un energúmeno. Mis padres alarmados me siguieron hasta su cuarto. Mi hermana, sin embargo, se metió en el aseo, como de costumbre, para terminar de arreglarse.
En el interior de la habitación me asomé a la ventana, pudiendo darme cuenta de como el negro giraba lentamente el arma hacia mi y se disponía a disparar. En ese justo momento, en el que mi padre ya tenía una inyección de morfina para inyectarmela, vio él mismo lo que tanto tiempo había estado contando sin que nadie me creyera. Sin salir de su asombro, lo empujé y tiré al suelo.
Mi madre que estaba en la puerta sin ver nada de lo que en el exterior sucedía, creía que iba a matar a mi padre, pero el pánico que en sus ojos podía notar se conviertió en miedo cuando la ventana que estaba tras de mi, estalló en mil pedazos y un misil se incrustaba en el piso de arriba atravesando el techo del cuarto.
La explosión hizo que el piso de arriba desapareciese sobre nuestras cabezas. No sé si lo que sentí podía llamarse adrenalina, pánico, miedo o supervivencia, pero tanto mi madre como yo, nos dispusimos a defender lo que quedaba de nuestra casa.
Las escaleras me parecían kilométricas. En mi mano los cuchillos del IKEA que acababa de coger de la cocina. Delante mía uno de los negros iba a comenzar a escalar por una cuerda. Sin que le diera tiempo a reaccionar le lancé uno de los cuchillo clavándoselo en la barriga. Ninguno de los que estaba en ese 4x4 esperaba una reacción por parte mía de ese calibre, a lo Rambo. Ni yo mismo creo que reaccionaría así. Al salir a la calle el escenario había cambiado. Dos negros estaban escalando hasta mi balcón, otra pareja iba a comenzar a hacerlo, mientras el quinto mantenía el motor en marcha. No sé cómo, pero en pocos segundo ya había cortado las dos gargantas que tenía en frente.
Al mirar atrás vi como la primera pareja de los asesinos a sueldo estaban llegando a mi balcón. No les había dado tiempo a percatarse que estaba abajo. En ese justo momento apareció mi madre con una olla exprés en la que estaba haciendo un potaje. El chillido y el golpe se sucedieron. No pudieron reaccionar. El contenido hirviendo cayó por la cuerda y tras él uno de los sicarios. El otro, recibió tal cantidad de ollazos que hizo que parte del cráneo cayera al suelo antes que él mismo.
Pero mientras miraba impresionado la violencia de una madre que defiende lo suyo. Sentí como si me quemará algo en el pecho. Era al primero de los negros que todavía con el cuchillo en el estómago me estaba clavando un machete enorme. El dolor fue tal que me desperté de un brinco en la cama.
Era extraño, pero todavía somnoliento pude saber que mis vecinos del tercero habían muerto al igual que yo. Que mi hermana había quedado sepultada muriendo al instante. Que mi padre tendido en el suelo de su cuarto entre cascotes vio como mataban a su hijo mientras seguía con la morfina en la mano y que mi madre había matado y rematado a los cinco asesinos a sueldo. A uno lo mató a ollazos, a otro rematandolo en el suelo tras quemarle todo el cuerpo con cocido hirviendo y a los otros tres que tenían heridas mortales con sus propias manos.
Muerto en sueños me he levantado esta mañana y lo peor de todo es que sigo sin saber el porqué.