Creo que es una herida que no cierra nunca o nunca va a cerrar. Hoy lo he vuelto a revivir, he vuelto a ver la cara de mi madre. La misma que nos felicita las Navidades hablando de Miki y Nadal. En esa ocasión no había sonrisas, solo fortaleza. Ella es una roca que aguanta las embestidas de la vida, pero yo no estaba preparado para esas tres frases:
-Tiene cáncer. Le han descubierto tumores en la cabeza y se ha extendido por todo el cuerpo. Tu tía se muere.
Esas palabras hicieron que mi mundo donde la realidad era como un musical, desapareciese y en su lugar un vacío, un vacío tan grande que a día de hoy sigue.
Vacío en el que no tarda en aparecer un ¿por qué?, un ¿por qué ella?
Recuerdo sombras de un recorrido, entre el Hospital Virgen del Rocío y el Parque Atlántico, en donde mi respiración desapareció. Estaba contenida en un grito sin sonido, en un llanto sin lágrimas. María José me sostuvo, literalmente, en ese momento. El servicio y la constancia personificada. Ella, sin saberlo, llenó parte de ese agujero sin fondo. Fue el peor momento de mi vida, una sentencia sin esperanza.
Después vinieron las visitas diarias, la alegría fingida, la careta obligada. Todos aprendimos a actuar en un sufrimiento interiorizado, enquistado. Pero eran vivencias en donde aprovechabas los segundos con ella, tanto yo como tantas y tantas personas que se acercaron al cáncer.
Tres años después sigo asfixiándome. Siguen resonando ese trío de frases. Esos dardos que hicieron que abandonara a tortazos la juventud y cayera de bruces en la realidad de una madurez indeseada.
Aún así, el peor momento de mi vida queda eclipsado por las últimas palabras que me dirigió mi tía mientras brindábamos por el año nuevo:
-Ahora ve a la fiesta y disfruta.